Homilía del Papa Francisco en la Vigilia Pascual:
El Evangelio de la Resurrección de Jesucristo comienza con el ir de las mujeres hacia el sepulcro, temprano en la mañana del día después del sábado. Se dirigen a la tumba, para honrar el cuerpo del Señor, pero la encuentran abierta y vacía. Un ángel  les dice: «Ustedes no teman» (Mt 28,5), y les manda llevar la noticia a los discípulos: «Ha resucitado de entre los muertos y va  delante de ustedes a Galilea» (v. 7).
Las mujeres se marcharon a toda prisa y, durante el camino, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «No teman: vayan comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (v. 10).
Después de la muerte del Maestro, los discípulos se habían dispersado; su fe se deshizo, todo parecía que había terminado, derrumbadas las certezas, muertas las esperanzas. Pero entonces, aquel anuncio de las mujeres, aunque increíble, se presentó como un rayo de luz en la oscuridad. La noticia se difundió: Jesús ha resucitado, como había dicho… Y también el mandato de ir a Galilea; las mujeres lo habían oído por dos veces, primero del ángel, después de Jesús mismo: «Que vayan a Galilea; allí me verán».
Galilea es el lugar de la primera llamada, donde todo empezó. Volver allí, volver al lugar de la primera llamada. Jesús pasó por la orilla del lago, mientras los pescadores estaban arreglando las redes. Los llamó, y ellos lo dejaron todo y lo siguieron (cf. Mt 4,18-22). Volver a Galilea quiere decir releer todo a partir de la cruz y de la victoria. Releer todo: la predicación, los milagros, la nueva comunidad, los entusiasmos y las defecciones, hasta la traición; releer todo a partir del final, que es un nuevo comienzo, de este acto supremo de amor.
También para cada uno de nosotros hay una «Galilea» en el comienzo del camino con Jesús. «Ir a Galilea» tiene un significado bonito, significa para nosotros redescubrir nuestro bautismo como fuente viva, sacar energías nuevas de la raíz de nuestra fe y de nuestra experiencia cristiana. Volver a Galilea significa sobre todo volver allí, a ese punto incandescente en que la gracia de Dios me tocó al comienzo del camino.
Con esta chispa puedo encender el fuego para el hoy, para cada día, y llevar calor y luz a mis hermanos y hermanas. Con esta chispa se enciende una alegría humilde, una alegría que no ofende el dolor y la desesperación, una alegría buena y serena.
En la vida del cristiano, después del bautismo, hay también una «Galilea» más existencial: la experiencia del encuentro personal con Jesucristo, que me ha llamado a seguirlo y participar en su misión. En este sentido, volver a Galilea significa custodiar en el corazón la memoria viva de esta llamada, cuando Jesús pasó por mi camino, me miró con misericordia, me pidió de seguirlo; recuperar la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los míos, el momento en que me hizo sentir que me amaba.
Hoy, en esta noche, cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿Cuál es mi Galilea? ¿Dónde está mi Galilea? ¿La recuerdo? ¿La he olvidado? He andado por caminos y senderos que me la han hecho olvidar. Señor, ayúdame: dime cuál es mi Galilea; sabes, yo quiero volver allí para encontrarte y dejarme abrazar por tu misericordia.
El evangelio de Pascua es claro: es necesario volver allí, para ver a Jesús resucitado, y convertirse en testigos de su resurrección. No es un volver atrás, no es una nostalgia. Es volver al primer amor, para recibir el fuego que Jesús ha encendido en el mundo, y llevarlo a todos, a todos los extremos de la tierra.
«Galilea de los gentiles» (Mt 4,15; Is 8,23): horizonte del Resucitado, horizonte de la Iglesia; deseo intenso de encuentro… ¡Pongámonos en camino!

Celebremos a María de Guadalupe 

por Lic. Gabriela Gabioud, Equipo de Medios

El principal centro de culto de esta advocación mariana es en la Basílica de Guadalupe, en el norte de la ciudad de México.

De acuerdo a la tradición mexicana, la Virgen María se apareció cuatro veces a San Juan Diego Cuauhtlatoatzin en el cerro del Tepeyac.

Según el relato guadalupano, conocido como Nican morpohua, tras una cuarta aparición, la Virgen ordenó a Juan Diego que se presentara ante el primer obispo de México, Juan de Zumárraga

Así, Juan Diego llevó en su tilma (una manta de algodón que llevaban los hombres del campo a modo de capa, anudada sobre un hombro),unas rosas

―flores que no son nativas de México y que tampoco prosperan en la aridez del territorio― que cortó en el Tepeyac, según la orden de la Virgen.

Al desplegar su tilma ante el obispo, quedó al descubierto la imagen de la Virgen María, morena y con rasgos mestizos.

Las mariofanías o apariciones de la Virgen María  tuvieron lugar en 1531, ocurriendo la última el 12 de diciembre de ese mismo año.

Su devoción se ha expandido y ha llevado a llamarla “Emperatriz de América” y “Patrona de las Américas”.

En nuestra Basílica, María de Guadalupe tiene su altar ubicado a la izquierda de la altar central. Esta imagen fue traida de México en los años ´30. En la pared del costado podemos observar una pintura que representa el milagro en la tilma de San Juan Diego y es de la misma época.

Mientras que la pintura de atrás de la imagen, data de 1957 y muestra el milagro de las rosas.

Este recinto es el ámbito elegido para el rezo de rosarios, las oraciones con las embarazadas, las mamás con ganas de estarlo o en trámite de adopción, el

encuentro y  la alabanza de creyentes, visitantes de nuestro país y del mundo… y en especial, de emigrantes de otros países latinoamericanos radicados en esta.La ubicación privilegiada de la parroquia en el barrio de Palermo y en la ciudad de Buenos Aires, hace que sea un lugar visitado asiduamente.

María de Guadalupe parece integrarnos, unirnos, congregarnos como verdadera “Estrella de Evangelización” como la nombrara Juan Pablo II.

 

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 Ojalá que ante esta nueva festividad que compartiremos, seamos humildes como ese indígena mexicano,

que como cualquiera de nosotros

tenía sus propias alegrías y sus propias dificultades en el trabajo y con su familia,

pero escuchó el mensaje de fe y amor de María.

A Ella confiémosle nuestras angustias, nuestros miedos,

nuestras preocupaciones, nuestras tristezas

para que las transforme

en rosas de crecimientos, de esperanzas y de caridad.

Dejémosnos acariciar por sus manos y recibamos su ternura que anima y da protección.

En su abrazo de madre valoremos y respetemos la vida de cada niño, cada joven, cada hombre o mujer, cada abuelo, y en ellos,

alababemos a Dios.

Trabajemos por la paz: en nosotros, con los otros, en nuestras comunidades y en esta bendita tierra.

Seamos conscientes de que la Guadalupana camina con nosotros diciéndonos, como a San Juan Diego:

                                                                                                                                             ‘No se turbe tu corazón… ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?”